Nos encamina lentamente por el dolor de la realidad hasta ponernos frente a frente con la crueldad de perder lo más hermoso que jamás hemos tenido, la inocencia.
Esta cinta, al igual que el poema de John Milton sobre el paraíso perdido, solo nos recuerda el lugar del que venimos, sin mostrarnos el futuro. Es cine construido para un fin único, el de analizar lo que somos como seres humanos cuando perdemos nuestra niñez, el monstruo que vive en nosotros y el daño que podemos producir como especie humana a nuestros congéneres.
Pero, cuando uno se quita ese brillo segador que produce ver esta maravillosa cinta, no piensa en los errores lógicos que tiene, por ejemplo, ningún guardia pasaba vigilando mientras los pequeños jugaban, si la tierra estaba floja de ese lado de la barda, cómo es que ningún preso puso atención al detalle, o cómo podían tener al chiquillo tanto tiempo sin vigilancia en medio de la zona donde estaban viviendo, esa y otras tantas preguntas no son relevantes si vemos el detalle de lo que se quiere finalmente narrar: el fin de la pureza.
Me agradó, al final uno se levanta de la silla y regresa al mundo real, reflexionando y con deseos de tomar al más pequeño de la casa y darle un beso… y de revivir los momentos perdidos cuando el columpio era el más hermoso y maravilloso de los lugares, aquel paraiso que nunca más regresara, el que es ahora y por el resto de nuestras vidas: un paraíso perdido.
Le pongo 2 Chompipes, no la vean en depresión…
1 comentario:
La guerra desde la emotividad infantil no es tema nuevo en el cine y ha dado dramas de gran estatura artística y emocional como la cinta francesa Juegos prohibidos (1952 ), de René Clément.
El turno le toca ahora al director Mark Herman, en una producción británica, para volver a mostrarnos la sensibilidad inocente de la infancia en medio del mundo absurdo, estúpido, cruel e injusto de la guerra. Hablamos del largometraje El niño con el pijama de rayas (2008), con las atrapantes actuaciones de los niños Asa Butterfield (como Bruno) y de Jack Scanlon (como Shmuel), sobre todo este último. La trama es simple, pero afilada sentimentalmente y comprometida como denuncia histórica (si lo quieren, como advertencia constante). Sucede en Berlín, 1942.
Bruno tiene ocho años y desconoce el significado del Holocausto. No es consciente de las crueldades que su país, Alemania, comete con la guerra. Su padre es comandante de un campo de concentración. Bruno conoce a Shmuel, niño judío que vive una extraña existencia paralela, de marcado desconocimiento de la realidad, pero al otro lado de la alambrada, dentro del campo donde concentran y matan judíos.
Así, la amistad de ellos fluye con ternura, ignorantes ambos de lo que sucede y puede sucederles en ese mundo enfermo donde solo se mata y se muere.
De alguna manera, la cinta corre como fábula con moraleja incluida, por lo que prefiere ahondar en los rasgos más amables y menos duros del relato, lo que le mete un falso “ternurismo” que bordea el estilo del cine familiar de Disney, cercano al discurrir de la novela del irlandés John Boyne que le sirve de base. Es una lástima.
Podríamos decir que –de esa manera– se infantiliza el horror de la guerra por secuencias, aunque estemos claros en que se trata de un filme hecho de manera correcta (como envoltorio formal de lo narrado). Buena sintaxis, sin duda. Lo bueno es que la película no pierde su mirada y mantiene la nuestra muy atenta al tema de la amistad y de la solidaridad.
Publicar un comentario